I. RELATO: muere un amor, nace un libro
Ayer volví a cruzar la puerta de un estadio y ver una pista. Era de
color celeste claro, hecha del mismo material que tenía aquella que pisé en mi
segundo Nacional. Ayer fue el mundial de patinaje artístico. Ayer vi a los
mejores patinadores a través de mis propias pupilas, y nada más y nada menos
que en mi país.
Cuando entré al estadio, vi a una profesora que me había dado unas pocas
clases para perfeccionarme. Ella siempre dictaba esas minis “clínicas”, y
entonces la miré para confirmar que era ella, pero al instante lo supe. Mi
memoria no es la mejor, pero las caras las recuerdo detalladamente. Al parecer
ella también, porque habrá visto a miles de patinadoras pero sé que me
reconoció, con esa mirada tan particular que tiene.
Desistí a saludar porque nunca cruzamos un diálogo que fuese más allá de
mis imperfecciones en un doble salchow o un touren. Me quedé tranquila porque,
en cierto modo, no quería encontrarme con mucha gente. Y de repente me di
cuenta que estaba ahí, en el mundial de patín, con mi papá. Con mi papá, pero
sola.
Veía pasar a la gente, todas caras conocidas. Si no los había visto en
persona, sabía sus nombres por las redes, por los videos de Youtube. Incluso vi
a un estadounidense, cuyo nombre ni siquiera recuerdo, pero su usuario de
Instagram lo pronuncio de manera casi instantánea porque le pedía ayuda para
que me corrigiera los saltos. Le escribía en inglés a los quince años mientras
le enviaba videos y él me decía que un día iba a venir a Argentina. Pero nadie
sabía cuándo iba a ocurrir eso.
Vi pasar a personas, que me miraban y yo también las miraba, e hicimos
de cuenta que ese contacto era inexistente. Y entonces me sentí una extraña.
Una extraña que usa un jean y no unas medias can can. Una extraña que tiene un
mate y no unos cubre-botas a su lado. Una extraña que está del lado del público
y no con sus compañeras calentando. Una extraña que no se saluda con gente con
la que alguna vez se abrazó y lloró por una competencia. Una extraña con
zapatillas y no con los patines puestos. Una extraña que sabe que estuvo arriba
de ocho ruedas durante once años, pero que se sienten como unos pocos y
efímeros segundos.
Cuando era chica y obsesiva de las filmaciones, encontré a un patinador
haciendo un salto difícil. Dificilísimo. Era una pulga como yo, y pensé “este
es bueno, este llega y va ser el futuro”. Lo empecé a seguir, buscaba más
videos, su edad, cuánto entrenaba, si iba a ir al mundial. Nadie lo conocía,
pero yo ya estaba enamorada de su nombre.
Ayer lo vi en vivo. Sé que probablemente haya sido la única y última
vez, son cosas que no pasan todos los días. Quedó campeón del mundo. Mis
predicciones se habían confirmado nuevamente. Me paré. Aplaudí. Fui a un estadio
y me senté en un rinconcito apretada, con calor, sin comer durante diez horas,
con tal de verlo.
Ayer también patinó la mejor de las mujeres. Una patinadora que nunca me
gustó porque su expresividad no me movía un pelo. Porque me aburría y yo quería
a otra, a la de antes.
Entró a la pista: la gente alocada, se arrancaban los pelos si era necesario.
Gritaban hasta quedarse sin voz y su nombre rezaban. El lugar estaba
absolutamente lleno, con más de trescientas personas esperando afuera, con
piernas colgando de las barandas con tal de fijar los ojos en ella. De repente,
el patinaje artístico estaba demostrando lo que siempre tuvo: un amor
insaciable. Devoción. Hambre. Demostrando que no somos unos pocos, sino miles,
que somos capaces de hacer cientos de sacrificios por esto.
Empezó su coreografía. Ella iba, deslizaba, y sin hacer demasiada mueca,
logró sacarme lágrimas de emoción. Y cómo puede ser, pensaba yo, si me había
guardado esas lágrimas para otro. Si había visto miles de sus videos que
terminaba pausando y dejando por la mitad. Si era simplemente la técnica y nada
más.
Pero lo sabía. Sabía por qué estaba llorando: porque la vi. Y no la vi
sólo a ella: vi a una patinadora. Los sentimientos me tocaron la piel después
de tanto tiempo. Sentí la incomodidad de una malla, el aire que se inhala y
exhala, los trompos como torbellinos, los saltos que se salvan, el sacrificio,
el dolor. Vi a una patinadora profesional, pero también vi a una humana. Vi a
una chica que sufre presiones, dolores físicos y cuchillos en la cabeza que le
hacen cuestionarse qué tan largos son sus filos y hasta dónde pueden cortar.
Y entonces lo entendí. Estaba ahí porque el pasado, por más lejano que
sea, no se borra. Porque aunque haya un nuevo reglamento, aunque exista una
secuencia de pasos que no comprendo, sé muy bien qué va a hacer un patinador
tres segundos antes de saltar. Sé muy bien cómo se siente girar sobre el taco
de los patines, lo que es caerse al piso y ensuciarse la malla, y lo que es
sonreír por un programa en el que dejaste el pecho y el alma.
Me encontré con una amiga. Hablamos, y de alguna forma, se sintió como
estar en casa. Como estar en el club durante doce horas en pleno verano,
tomando cuatro botellones de agua fría. Como estar riéndote de una caída tonta.
Como chocarte con tu compañera y odiarla internamente. Como la concentración
antes de que suene la música. Como los moretones que tapabas con vendas. Como
los festejos y llantos después de todo lo que costó. Después de, por fin,
llegar a la meta.
Hace rato pienso que mi vieja identidad se destruyó y que no quedó ni un
gramo de ella. Hace rato siento que la Rocío que patinaba ya partió hace mucho.
Pero, a veces, me permito dudar y creer que sigue estando.
Ay, cómo
me molestan las cuentas pendientes.
(Y cuando se trata de la mayor pasión de tu
vida ni te cuento).
Hermoso relato , sin palabras ❤️ esa chica jamás va a dejar de indentificarse en el patín , siempre va a ser parte de ella 💕
ResponderBorrar😭💕
BorrarGracias por abrir parte de tu historia y enseñarme otras fases tuyas! Sos enorme 💛🌻
ResponderBorrargracias a vos por conocerlas 💛🧡
BorrarTu forma de redactar es una caricia al alma. Me haces sentir que lo estoy viviendo en carne propia♥️ simplemente hermoso
ResponderBorrar😭😭me emociona que te haya generado eso, gracias 🌺
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